miércoles, 8 de abril de 2009

no es un país para viejos (Gran Torino)

Un colega critico de cochabamba me permitio colgar su texto sobre Gran Torino, en virtud de las lineas dialogicas que se desprenden respecto al texto algo sobre el honor, ambos textos publicados en La Ramona, suplemento cultural del periodico Opinión de Cochabamba, destilan nostalgia aristoócrata (como la llama el único filosofo vivo en Bolivia) tan evasiva y tan lejana.


No es un país para viejos

Andrés Laguna


El venerable Roger Ebert abrió su crítica a Gran Torino escribiendo algo así: “Me gustaría crecer para ser como Clint Eastwood. Eastwood el director, Eastwood el actor, Eastwood el invencible, Eastwood el hombre viejo”. A mí también me gustaría. Es que el director de Los Imperdonables parece ser inagotable e infalible. Con sus dos Oscares a mejor director, más otro par a mejor película, con su carrera de más de 50 años como actor y con otra, tal vez más brillante, como director durante 30 brillantes años, Eastwood nos demuestra que es uno de los nombres fundamentales de la historia del cine. Buena parte de las películas de las que ha participado fueron clásicos instantáneos y tiene una carrera inigualable por otra personalidad de Hollywood. Lo que más envidia debe darle a sus compañeros de rubro es que la puntería de Eastwood cada vez es más fina, cada vez es más certero. La prueba de eso es Gran Torino, una de las pocas cintas del 2008 que serán recordadas por el resto de los tiempos.
Gran Torino no sólo es una propuesta de cine clásico, sólido y austero, es un testamento. No sólo es una excelente película, es una declaración de principios. Este film es a la carrera de Eastwood como actor, es a lo que él representó como ícono de la industria, lo mismo que fue Los imperdonables al western, una gran y emocionante despedida. Después de cuatro años sin aparecer frente a las cámaras y casi a punto de cumplir los ochenta años, Eastwood prometió que está es la última cinta que protagonizará. Con ella deja todo en claro.
La historia es simple. En uno de esos suburbios de los Estados Unidos, tan pauperizados y llenos de diferentes culturas que hacen el esfuerzo por sobrevivir, vive Walter Kowalski (Eastwood) , un viejo cascarrabias, ex combatiente en Corea, un tipo racista y rudo, que acaba de enviudar y que siempre tiene una escopeta cargada a mano. Sólo y medio aburrido de la vida, Kowalski pasa los días bebiendo cerveza en su porche o arreglando todo lo que se descompone en su casa. Lo único que le queda de su pasado glorioso es un auto Ford del ‘72, un bellísimo Gran Torino, que él ayudó a ensamblar cuando trabajaba en una fábrica de la legendaria marca estadounidense de vehículos. La vida de Kowalski parece negarse a ser llamada vida. Sus vecinos, una familia del sudeste asiático, unos hmong, sólo le causan repulsión, le recuerdan lo mucho que odia al resto del mundo y lo sólo que está. Por diferentes razones, relacionadas a la violencia de las pandillas, Kowalski deberá relacionarse con sus vecinos. Como una especie de héroe accidental, que actúa movido por motivos más egoístas que humanistas, el viejo se convertirá en el salvador de los asiáticos. A cambio, ellos le devolverán la vida y el placer de la compañía. Kowalski se convertirá en el maestro y protector, en la imagen paterna, del hijo y de la hija de la familia hmong, Thao (el impecable y joven Bee Vang) y Sue (la sensible y dulce Ahney Her). Los chicos le devolverán la humanidad al viejo amargado. También quiero mencionar la relación que Kowalski entabla con el cura del barrio, con el padre Janovich (Christopher Carley), en la que se plantea que la relaciones humanas pueden ser más fértiles en torno a una charla desinteresada y una cerveza, que bajo un mismo credo. Todo eso me recuerda tanto a las grandes cintas del cine de los años 50.
Gran Torino es una cinta nostálgica, la cinta de un viejo que extraña los tiempos en los que el honor, los principios y una cierta ética reinaban la vida. Una época en la que los hombres eran fuertes, rudos y honorables. Una época en la que las mujeres eran entregadas, elegantes y puras. Una época en la que hasta los enemigos eran respetables. Pero, lo que es sugerente es que ese mismo viejo está dispuesto a hablar con lo jóvenes, con los diferentes, con los excluidos, con los marginados. El viejo quiere enseñarle a los jóvenes, pero ante todo quiere aprender de ellos. En un texto que Eastwood escribió para la célebre sección “Lo que sé” de la revista norteamericana Esquire, dijo: “Los chicos te enseñan que uno puede sentirse humilde ante la vida, que puede aprender algo nuevo todo el tiempo. Ese es el secreto de la vida, realmente, nunca dejar de aprender. Es el secreto de una carrera. Sigo trabajando porque aprendo algo nuevo todo el tiempo. Es el secreto de las relaciones: nunca creer que se tiene todo”. Gran Torino es una cinta de redención, esta redención se resume en el párrafo que vengo de citar.
Kowalski de alguna forma nos recuerda a todos los papeles de Eastwood, a Harry el Sucio, al hombre sin nombre de los westerns, al Bill Munny de Los Imperdonables, al John Wilson de Cazador blanco, corazón negro, al Frankie Dunn de Million Dollar Baby, a tantos otros. Parece ser la versión vieja y acabada de ellos, por momentos, parece su parodia, su caricatura. Pero, a diferencia de todos, termina absolutamente redimido, termina siendo más humano que cualquier humano.
En Gran Torino, Eastwood revisita la descolorada visión del héroe que describió con brillantez en Las Banderas de nuestros padres, se aproxima al Otro como en Cartas de Iwo Jima, entiende la complejidad de lo íntimamente humano como en Un mundo perfecto. En esta cinta escribe su tratado de ética, le deja su legado al mundo.
La cinta cierra con una hermosa y desencarnada canción compuesta e interpretada por Jamie Cullum y el mismísimo Clint (se sabe que es un melómano obsesivo), en la que la voz del viejo se quiebra constantemente, con ella nos quiebra, con ella nos redime.

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