miércoles, 30 de junio de 2010

Caótica Ana

Mary Carmen Molina Ergueta



"Nadie existe solo, nadie vive solo. Todos somos lo que somos porque otros fueron lo que fueron”. Estas frases de Julio Medem forman parte de “Binomios”, un grupo de textos que el director español escribió al estrenar el 2007 Caótica Ana, su séptima película. El film, que cuenta una historia en clave mitológica (según palabras del propio director), despliega en un tupido registro simbólico y metafórico el relato de la vida de Ana, una mujer de 18 años de la isla de Ibiza que es llevada por una mecenas francesa a una residencia de artistas en Madrid. Allí, Ana descubrirá, a través de la hipnosis, que su inconciencia guarda la memoria de otras vidas de mujeres jóvenes que murieron de forma trágica, una suerte de cadena de violencia ancestral en la que ella es el eslabón fundamental.

El director de Lucia y el sexo, obra considerada por la crítica española como una de las más audaces en la última década, y el controversial documental sobre el conflicto vasco, Pelota vasca. La piel contra la piedra, vuelve a poner en escena en Caótica Ana sus más primitivas obsesiones: la configuración de un lenguaje poderoso, casi voluptuoso, en el cual lo simbólico y metafórico juegan un papel determinante desde la primera secuencia; la construcción de personajes que resignifican atmósferas sofocantes, donde la contradicción y tensión sostenida entre dos fuerzas se sitúa en un solo cuerpo; la inquietante centralidad de personajes femeninos escindidos y a través de los cuales cierta revelación ocurre.

Desde el motivo del viaje, uno de los más ricos y primitivos en la historia del cine, Medem construirá el film en tanto campo de tensiones: casi como transitando un espiral, la historia llevará a su personaje por todas las superficies y profundidades de una larga caída. A ella, la muchacha que habla cinco idiomas y que fue educada sólo por su padre en una caverna en Ibiza, le atormenta un pasado, una Historia que permanece invisible hasta el momento en que conoce a Said, un artista saharaui que vive en la misma residencia y con el que comenzará el recorrido que la llevará de una superficie naif, frontal y positiva hasta el oscuro, áspero y remoto fondo que la define y la involucra trágicamente con el mundo.

La contraposición de dos esferas, la de lo visible y la de lo invisible, se construye en el film a partir de la minuciosa atención que Medem le presta al espacio, la residencia de artistas en la que cuadros, instalaciones, videos y performances arman un complejo estado de relación, de contacto y oposición. El cine cromático y luminoso de Medem se detiene en ciertos gestos y moviliza una serie de insistencias visuales que, de cierta manera, complejizan el personaje de Ana, lo extraen de sí mismo y la convierten en síntoma de una sensibilidad colectiva, aquella que ve en el mundo una degradación irreversible y a la humanidad como un gesto corrupto, vacío y despreciable. Esta visión desencantada y apocalíptica arriesga, principalmente, en dos gestos: uno erótico, en el que el deseo que rodea a Ana y los espacios y cuerpos de la muerte que la habitan desatarán el caos de una conciencia volcada, plegada sobre el mundo, sus lenguas, sus razas y culturas; y otro político, donde se sitúa la catarsis de todas las Historias que se tejen en la in-conciencia del personaje y que resignifica esta visión apocalíptica desde la posibilidad optimista de la transformación y re-situación de la memoria.

Al ver esta película, que significó el regreso de Medem al cine después de la polémica que causó su documental Pelota Vasca, es imposible no remitirse a las anteriores producciones del director, ese que muchos no temen en llamar el más original en el cine español de los 90 y el más poético en su propuesta. Es verdad, Caótica Ana peca de ambiciosa y cae, en momentos determinantes del relato, en una estrepitosa afirmación de la indecible y ominosa relación del todo con el todo. La inigualable mirada a la historia que Medem proponía desde Vacas, su ópera prima, lo conduce en este film a la caótica y poco compleja crítica a la guerra de Irak y desvirtúa un tanto la que, creemos, resulta la propuesta creativa más sólida de la historia: la narración de una trayectoria, de un viaje de liberación, la morosa e insistente construcción de un cine que reflexiona sobre sus propios medios en un lenguaje que no teme en sostenerse en la imagen, en dejar de explicarla para registrar una intimidad, una sensibilidad en el mundo.



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miércoles, 23 de junio de 2010

Sobre La reina Isabel en persona de Rafael Gordon

Pablo lavayén


La apuesta de la película La reina Isabel en persona es, desde el inicio, arriesgada. Apenas comienza la película nos preguntamos con escepticismo: ¿acaso no se desperdicia el potencial de la imagen cinematográfica al hacer un film interpretado por una sola actriz en un largo e interminable monólogo que dura una hora y media? Tal vez la pregunta resulta demasiado forzada y, sin embargo, es fundamental al tratar de aproximarse a la apuesta de Gordon. Paradójicamente, en La reina Isabel en persona la adscripción al uso mínimo del recurso cinematográfico permite una puesta en escena tal que mostrando menos se logra decir más.

Queremos empezar por la cuestión del tema de la película. Tal cual lo dice el título, la película consiste en el transcurso de la narración de la reina Isabel respecto a su propia vida. El lugar desde el cual se narra es el tiempo contemporáneo. Es decir, se supone que la reina Isabela nos habla desde un espacio posterior a la muerte. En contra de lo que se acostumbra, no ocurren cambios de escena en los cuales se dramatiza la narración. Toda la película consiste en el discurso de Isabel, pasando de un escenario a otro y a veces recurriendo a la voz de sus pensamientos. Y si se habla de discurso también se habla de los múltiples puntos de vista que van atravesando la textura de la historia del film. Mencionaremos, entre algunos, el discurso histórico, el discurso biográfico, el íntimo, el teórico y el discurso crítico. Evidentemente, todos estos puntos de vista se entrelazan unos con otros en el núcleo de la persona de la reina Isabel. Y es ahí donde reside la rareza de la película. Generalmente, los films que tratan sobre temas históricos tienen, casi todos, el rasgo común de adoptar un punto de vista de lo externo. De ahí que se suela enfatizar más la puesta en escena del ambiente y de la acción.


La mayor parte del cine sigue aún fascinado con aquello que podríamos llamar la primacía de la imagen. Y la imagen siempre es violenta y es una. En el encuentro entre el espectador y la imagen, la segunda suele imponerse por su fuerza. En La reina Isabel en persona tenemos el caso rarísimo de lo que podríamos llamar “cine del habla”: el tema ya no se aborda desde su generalidad, sino más bien desde aquello que tiene de específico e irrepetible. Y no es que la imagen es relegada a un segundo lugar. Más bien, se adopta la opción de enfatizar la gestualidad corporal del habla. Por eso, tal vez en este caso, sea un error hablar de un cine de director. Lo que en verdad transcurre en esta película no es la mirada del director sino más bien el flujo del discurso encarnado. El film comienza con la manifiesta separación entre la voz (de la reina Isabel) y el cuerpo de la actriz (Isabela Ordaz). La reina Isabel pide, al modo en que los bardos lo hacían antes con las Musas, que el cuerpo que va a encarnar le sea lo suficientemente correspondido. Así, toda la película será la escenificación de dicha relación de tensión entre la voz histórica y el cuerpo actual de la actriz, es decir, el constante enfrentamiento entre el lenguaje y la imagen.


Volvemos al principio de la crítica: dijimos que una película que pone en escena un monólogo de una hora y media no puede pensarse más que como parte del género de lo tedioso. Sin embargo, no en la propuesta de Gordon no sucede esto. Hay algo en esta obra que logra mantener la tensión expectante desde el comienzo hasta el dramático final. Tal vez sea, como decíamos, el enfrentamiento que ocurre entre discursos legitimadores de la realeza con aquellos más bien críticos. También podría ser la constante relación de correspondencias y rechazos entre la voz de la reina y el cuerpo gestual de la actriz. Y, sin embargo, tal vez estamos ya demasiado habituados a la violencia de la imagen como para poder acoger con merecida hospitalidad a un cine como el que Rafael Gordon e Isabela Ordaz nos quieren ofrecer en La reina Isabel en persona. Ésta es, en definitiva, la mayor provocación de la película.


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viernes, 18 de junio de 2010

Fallecimiento de Saramago

Refernte mundial de la literatura portuguesa, figura inclaudicable de la izquierda europea, humanista ateo, formó con su sensibilidad a una generación, subvertio mi endebles creencias en mi primera adolescencia, potencio mi compromiso politico en la juventud y me acompaña en la resistencia ante cualquier forma de violencia y atropello a la libertad todos los días.

Hoy 18 de junio 2010 en la isla de Lanzarote fallecio José Saramago.

lunes, 14 de junio de 2010

Lo mejor de mí

Pedro Brusiloff



Nietzsche decía que si la Humanidad alcanzara la utopía de un amor universal, los poetas, si tuvieran tiempo de escribir sus obras, terminarían cantando un “estado atroz y ridículo de que no se vio jamás ejemplo en la tierra”. De hecho, para el filósofo, la situación sería tal que los artistas y poetas añorarían el pasado dichoso, sin amor, donde el divino egoísmo reinaba sobre los hombres prodigándoles soledad y tranquilidad. Afortunadamente la humanidad nunca vivirá semejantes pesadillas porque el amor es pasajero y tarde o temprano debe extinguirse o cambiar de objeto, pero talvez quienes han amado tengan el consuelo de haber transmitido un don, de haber entregado algo; no sólo una cámara de video o un pedazo de hígado, sino el gesto mismo del desprendimiento, la aceptación de lo perecedero y, por lo tanto, la posibilidad de construir el presente como si ya fuera pasado.

La obra prima de la directora Roser Aguilar Lo mejor de mí, narra con mesura la manera en que una vida construye su belleza no a partir del sacrificio y la abnegación absoluta por los otros, sino desde una entrega que nunca es total, que transmite al otro la capacidad de seguir viviendo y que, al mismo tiempo, se reserva un espacio de soledad y soberanía. Es por eso que la memoria tiene un papel fundamental en la película: la memoria que se materializa en las fotos que Raquel le lleva a Tomás todos los días o en la cicatriz que ambos comparten. Se trata de la construcción de un pasado mutuo que, sin embargo, terminará siendo absolutamente propio y fundamental para constituir la individualidad de los personajes: “Mi cicatriz es más bonita” dice Tomás en la escena final. Es justamente esta memoria, atravesada por la presencia sutil y fantasmal de los otros, lo que permitirá a los personajes vivir libremente y exentos de ese “estado atroz y ridículo” del que hablaba Nietzsche.

Uno de los aspectos más resaltante de la película es el manejo de los colores. Desde este punto de vista, Raquel (excelentemente interpretada por Marian Álvarez) casi siempre está a tono con el espacio. El personaje habita un lugar del que extrae la sustancia. No trato de refrendar con esto la máxima facilona de “sacarle jugo a la vida”, sino más bien de subrayar la importancia de una individualidad profundamente comprometida con lo pasajero; de esta manera, el compromiso no se da por la construcción de un futuro, el individuo no se sacrifica por planear su porvenir, simplemente se compromete con la construcción de un pasado, de un lugar donde la propia vida y la de los otros, lo que significan, puedan habitar. No es gratuito que la entrega de Raquel coincida con el establecimiento de su hogar. De alguna manera, la película rompe con los nocivos estereotipos de la mujer abnegada y sacrificada, pero reafirma el carácter soberano de su compromiso.

Por la sinceridad de sus personajes, la sobriedad de su guión y su tratamiento refrescante del tema amoroso, recomendaría esta película de no ser porque, como más o menos decía Oscar Wilde, no hay nada más desagradable que un buen consejo.



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martes, 1 de junio de 2010

La vida secreta de las palabras

Rocio Agreda

Después de su grandiosa película (al menos así la recuerdo) Mi vida sin mí (2003), Isabel Coixet estrena el 2005 La vida secreta de las palabras, una película ambiciosa que no llega a dar la talla de su propia ambición, y en la que no se alcanza la sutileza brutal de su anterior película.

En una especie de limbo, solitarios sobre un desierto marino, habitando una plataforma petrolera en medio de la nada, se hallan los personajes de esta cinta, se sabe de ellos que sufren, que sufren mucho y que "sólo quieren que los dejen en paz". El hecho de por sí no merece más atención: se nos presenta a los personajes, casi extras diríamos si no aparecieran con tanta frecuencia, que por una u otra razón se han exiliado en esta suerte de purgatorio. Todos sufren, de maneras veladas, oblícuas y hasta ahí bien; pero cuando el sufrimiento de Hanah (Sarah Polley) deviene paroxístico (en esos desconcertantes diez minutos de flagelación memorística durante los que por fin nos informa por qué sufre) el relato se cae, la gestión del silencio que al principio ya era muy artificiosa se torna francamente hostil.

Caigamos en cuenta de que la exploración estética nos da cierta medida de juicio crítico. Al parecer, la Coixet invierte mucha energía en una suerte de educación sentimental de sus espectadores, lo que no necesariamente la convierte en mejor directora, pero sí quizá en una sospechosamente comprometida. Trasladémonos al patético discurso ecologista del joven oceanógrafo que en vez de convencernos nos revela un facilismo en el tratamiento del tema, mostrando un heroísmo difícil de creer. "No sabía que todavía existían personas como tú" le dice la protagonista en un esforzado y cuasi lacrimoso gesto de reconocimiento.

El silencio es un tópico difícil, si se lo está explicitando siempre puede convertirse en una cuestión difícil de zanjar. Cinematográficamente hay ejemplos impresionantes, pero no se trata sólo de dejar la cámara fija sobre un actor volcado hacia interiores insondables. O hacer tomas tediosamente lentas de un sujeto jugando baloncesto bajo la lluvia.

Da la impresión que en esta película el drama humano, la peripecia del personaje de Hanah es usado de una manera grotesca, por supuesto que la memoria es importante: no olvidar se ha convertido en un sostén de las generaciones agraviadas por la guerra, la dictadura o el holocausto; pero hay algo en el tratamiento de este drama en particular que no alcanza a conmover, si ese es el sentido de tanta explicitación del dolor. Las explicaciones son teóricas, otra vez, las ambiciones de una Coixet, gran lectora de Berger, no logran dar la talla. "La vergüenza de los supervivientes" dice la analista de Hanah (casí pensé en un libro bellísimo de Primo Levi: Si esto es un hombre). Sin embargo, cinematográficamente Coixet no logró mostrar esa vergüenza, sólo se ve a una actriz que sufre mucho y calla hasta que las palabras se revelan como si revelaran el horror mismo y sólo después de esa explicación minuciosa de la analista, el drama adquiere proporciones estéticas: la teoría es bella, pero en un libro.

La gran tentación es la de llorar, como lo hace Tim Robbins, llorar es un compromiso con la propia moralidad, llorar en el fondo nos hace sentir que somos buenas personas; no me importa hacerlo con una mala película hollywoodense pero llorar con esta película no sería tan inofensivo. Se interpone un discurso muy denso, sólo está la perplejidad creando una resistencia estética implacable.

En fin, el lirismo y las pretenciones le juegan a esta película una mala pasada, tenía de todo para ser una gran película: una gran idea, locaciones impresionantes, grandes actores, una directora inteligente con un gusto musical impecable. Fallaron las palabras y demás está explicitar su impertinencia casi aterradora en esa voz en off infantil-extraña y perturbadora que abre y cierra la cinta- y que casi nos hace dudar de un final feliz.

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