lunes, 24 de mayo de 2010

Último tren a Lhasa

Claudio Sanchez

Último tren a Lhasa es una película que invita a pensar sobre una situación más allá de lo que se puede decir explícitamente dentro de la propuesta formal y su apuesta por documentar un viaje al corazón mismo del Tíbet. Como advertencia inicial el film nos dice: “Este documental muestra las impresiones recogidas por un grupo de 5 jóvenes españoles que viajaron en este tren” (de Beijing a Lhasa).

Como antecedentes podemos mencionar un contexto específico en el que se va desarrollar el rodaje (ilegal y a escondidas) del documental: es la época previa a las Olimpiadas de Beijing 2008, donde, más allá de lo deportivo, la atención se centró en cómo se abriría China a la presencia de tanta prensa internacional que se desplazó para cubrir la cita mundial. El verdadero juego político estaba centrado en qué mostrar al mundo. La gran polémica comenzó cuando el ya tradicional recorrido de la antorcha olímpica empezó, ya que se trataba de una acción que no estaba iluminada de la alegría internacional, sino de grupos de activistas pro-Tíbet que intentaban apagarla como una forma de protesta. Los tibetanos encontraban en estas manifestaciones la posibilidad de decir al mundo que algo no estaba bien en la China olímpica, la China comunista, aquel país de la economía mixta que es aún un enigma para occidente.
En la película vamos a acompañar al grupo de jóvenes en su recorrido por el tren más alto del mundo, pero a diferencia de una guía turística donde se pondera lo simpático sobre lo real, en el documental de Panadero vemos una realidad diferente, que sin embargo se mantiene como aquello que quieren mostrar los documentalistas, sesgando la mirada sobre lo que es de su interés. El trabajo infantil, el control chino sobre la población tanto nacional como extranjera, el conflicto interno que sostienen con el Tíbet hace más de 50 años, todo esto se presenta desde un punto de vista que parece no entender el contexto, ni tampoco a lo que en verdad se están enfrentando. Es muy fácil señalar con el dedo lo que está mal y hacer reflexiones sobre la realidad ajena, pero quién puede decir lo que está mal y lo que está bien, ¿es acaso el documentalista un ser que puede acusar? La ética de los realizadores es uno de los cuestionamientos que permanece cuando Último tren a Lhasa termina.

En el documental seguimos desde una cámara oculta algunas situaciones que impactan a los realizadores, y por las dificultades que ellos tienen para poder captar ciertas imágenes se va reduciendo el panorama, que es más pequeño de lo que imaginamos desde que empezamos a adentrarnos en la historia personal de los jóvenes españoles (estos exploradores de realidades diferentes), un equipo que carece de la seriedad periodística, pero que sin embargo desde su crónica muestran al Dalai Lama y otros personajes del exilio como las únicas víctimas de un conflicto interno que no se presenta como algo completo, sino más bien como un fragmento propagandístico.


Vuelvo a la figura del Dalai Lama, ese hombre que parece mítico, ese personaje al que enaltecen en el documental desde el Tíbet y también en Barcelona. Ese hombre es el mismo que se reunió un tiempo antes de las Olimpiadas en la Casa Blanca de Washington D.C. con el entonces presidente de los Estados Unidos George W. Busch, aquel cretino que impulsó la invasión a Irak que mata a tantos niños, a tantos hombres y mujeres, generando una guerra de la que aún los aliados no pueden salir y en la que aún no se logra el objetivo: de la victoria final. Ese hombre que quiere la paz para su pueblo le da la mano a quien nunca quiso la paz en el mundo, y eso no se lo dice en Último tren a Lhasa.

La invitación a adentrarnos en una realidad desconocida es una de las propuestas del documental, y ante esto poco se puede decir. El cine permite que en el espectador despierte la curiosidad por un mundo que está más allá de lo que conocemos y sabemos. Desde su origen, el séptimo arte ha utilizado al ferrocarril como un emblema del desarrollo y el descubrimiento de nuevos horizontes: con La llegada del tren de los hermanos Lumiere, la presencia del ferrocarril sorprendió al público en general, por eso resulta interesante la propuesta de viajar a través de las montañas para abrir los ojos a un mundo que parece estar perdido en algún remoto lugar.

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sábado, 15 de mayo de 2010

Pantaleón y las visitadoras

Sergio Zapata

La selva extraña, provocadora, libidinosa y perturbadora es el escenario donde Pantaleón Pantoja debe llevar a cabo su misión: el proveer de visitadoras a la población militar afincada en la amazonía peruana y con ello poder palear el elevado índice de violaciones en la zona.


Francisco Lombardi, el cineasta peruano más importante de la última época, que en un pasado adaptó para la pantalla grande La ciudad de los perros, propone también una versión de Pantaleón y las visitadoras, ambas novelas de uno de los peruanos con mayor vocación universal, Mario Vargas Llosa. La adaptación de Lombardi gira sobre el menester encomendado al Coronel Pantaleón Pantoja, nuestro guía en esta excursión al corazón fogoso de lo humano, y nos va develando los meandros de las instituciones armadas como el creciente poder de la prensa. Siempre amenazante, siempre moralista.


Con un argumento simple, con un personaje que nos muestra detalle a detalle su periplo, casi nunca abandonando el plano, Pantaleón va sufriendo una serie de transformaciones merced de la lujuria, ya sea por la ingesta de alimentos cuyo poder afrodisíaco él comprueba, o a causa de la “constante exposición” a las mujeres visitadoras: él es el administrador de este “envidiable” trabajo.


Con obvios giros de guión, para sostener un relato unidireccional, Pantaleón sucumbirá a los encantos de la colombiana, una de las visitadoras que tiene a su cargo, provocando con esto el presunto sentido moral de la obra, reduciéndose a la fidelidad. Igual de maniqueísta es la puesta en evidencia del poder moralizante de la prensa radial en este recóndito lugar de la amazonía cuyos cambios drásticos y jocosos contribuyen al relato moralizante que se teje en torno de don Panta.


A medida que avanza el metraje Pantaleón va sucumbiendo ante las visitadoras (afirmación que podríamos generalizar: Pantaleón sucumbe ante las mujeres) y en un segundo momento, casi de forma paralela va sucumbiendo a la selva y los modos de vida que ésta ofrece. Pantaleón sólo se reconoce como una víctima de las circunstancias que le atañen; un soldadito que cumple órdenes, que hace patria al proporcionar mujeres, privilegia el principio de eficacia, se enamora, es vengativo y asume su caída con cierto orgullo. En última instancia, él es demasiado humano.


Esta persecución de humanidad o su develamiento, se van sucediendo plano a plano. Pantaleón renuncia, porque así se lo ordenan, a su rigidez uniformada, a su pacata vida sexual, de hacer el amor con su mujer los sábados en la noche exclusivamente, y pasa a ser víctima de la selva y sus encantos, a hacerlo hasta tres veces al día. De la misma manera sus lealtades irán trastocándose: de un ejército afincado en Lima a sus camaradas cafichos, con quienes aprenderá el sentido de la irresponsabilidad, algo tan humano e incluso predecible para sujetos tan rectos como Pantaleón.

En esta cinta, Lombardi construye nuevamente personajes fuertes, que van descubriendo sus contradicciones dejándose desbordar por su humanidad y sucumbiendo ante sí mismos, para descubrir en ello su verdadera naturaleza y la naturaleza de los otros, y caer en cuenta que somos iguales. Siempre hombres, siempre machos y por extensión demasiado frágiles, Lombardi recrea en Pantaleón y las visitadoras, en un escenario exuberante, el carácter trágico de la lascivia.


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domingo, 9 de mayo de 2010

El pedalear te lleva a la infancia, es como volar

Sebastián Morales Escoffier

La bicicleta, de Sigfrid Monleon, narra las historias de tres generaciones diferentes. La primera nos presenta a un pre-adolecente que da sus primeros pasos como dealer, haciendo la labor de transportador de la droga. La segunda es un poco más positiva y cuenta la historia de una joven universitaria y de sus pequeños amoríos con dos jóvenes, ella es una apasionada por la bicicleta. En la tercera y última, vemos como una señora mayor combate para que el Ayuntamiento no derrumbe su casa en esta lucha encuentra al padre de su hija en un asilo para ancianos. Es fácil suponer cuál es el hilo conductor de estas tres historias tan disimiles: la bicicleta.

Por supuesto, la bicicleta no es sólo un recurso narrativo que permite juntar las historias que poco tienen que ver la una de la otra, sino que también es, el elemento que permite a Sigfrid Monleon, armar su discurso. ¿Qué es entonces la bicicleta?

Ante todo, y para cada uno de los personajes, la bicicleta se convierte por excelencia en el símbolo de la infancia. El medio de transporte se transforma, de alguna manera, en aquello que potencia la vida que no queremos dejar de lado, por más que ya no la podamos usar (como la señora mayor que es criticada por todos por andar en bicicleta a una edad no conveniente). Pero la bicicleta es algo más, es también la nostalgia de los tiempos pasados, de esas épocas mejores. Es ahí donde se encuentran las más bellas reflexiones de Monleon.

El director llama la atención al mal denominado progreso. Las ciudades crecen, las avenidas se hacen más anchas y finalmente, se da más prioridad a la máquina (el auto) que al individuo, el ciudadano ha sido desterrado de su propia ciudad, todo en nombre del desarrollo. Así, la historia de la señora es simplemente paradigmática, puesto que su lucha contra el Ayuntamiento es verdaderamente frontal. Este es el punto clave de la película: la bicicleta (como representante de lo humano) se convierte en un elemento de lucha en contra del progreso indiscriminado, que definidamente, no nos hace más felices.

Monlion juega entonces con la potencialidad que tiene la bicicleta como objeto simbólico: nos hace recuerdo que hay cosas que no podemos perder: nuestra infancia y por supuesto, nuestra cualidad como humanos. Pero así como la bicicleta puede ser robada tan fácilmente y causar tanta angustia como nos lo muestra De Sica en El ladrón de bicicletas (referencia ineludible de la película española), podemos perder nuestra infancia y nuestra cualidad de humano, ante el progreso entendido como un fin en sí mismo. De este modo, el director nos invita a tomar las bicicletas y salir a las calles en ellas, pues, como dice uno de los personajes de la película: “el pedalear te lleva a la infancia, es como volar”.


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lunes, 3 de mayo de 2010

Agua con sal

Mary Carmen Molina Ergueta

Cómo contar las historias de varios migrantes de una sola vez? ¿Cómo –y aquí está el problema- humanizar esta historia –encarnarla, reivindicar las subjetividades que la sostienen- y distanciarla tanto como se pueda de otras? ¿Cómo, en fin, no hacer la misma película siempre que se habla de migración? Éstas podrían ser algunas de las preguntas que aparecen cuando tenemos en frente a una película que aborda el fenómeno global de la migración. Sin embargo, ahí donde existe el migrante, el ser humano concreto, el viaje único y la particularidad, ¿la globalidad apunta sólo desde la identificación?

Para Pedro Perez-Rosado, en su película del 2005 Agua con sal, se trata de hablar de ciertas mujeres, migrantes, terribles, parricidas, marginales e invisibles. Olga (Yoima Valdés), una joven cubana que llega a España con una beca de estudios en artes y que después de algunos meses se convierte en una inmigrante ilegal, es la protagonista de una historia que apuesta por algo más sencillo (y verosímil) que el balance y la denuncia del fenómeno migratorio en España. La apuesta es modesta pero fundamentalmente sincera y cabal: Olga, como muchas de las mujeres que la rodean, está sola. Sola como Mari Jo (Leyre Berrocal), una mujer que hace lo que puede (y trabaja donde y como puede) para mantenerse y mantener a su hermana en prisión, la mujer que se convirtió en la noticia del pueblo al matar a su propio padre; sola como la mujer enferma que cuida varias veces a la semana, sola como las mujeres rusas que trabajan con ella en una fábrica de muebles por menos de 2 euros al día.

Frecuentemente, las valoraciones sobre películas que abordan con mayor o menor intensidad la problemática de la migración, en el mundo en general y en España en particular, tienden a prestarle mucha atención (a veces más de la necesaria) a la fidelidad que la ficción debe guardar con la realidad, vale decir, con aquello que pasa “realmente”. Si no vivimos en carne propia cualquiera de las situaciones que un migrante o su familia experimentan, sí hemos escuchado sin fin de historias, nos hemos quedado perplejos frente a algunas noticias en la televisión y, por supuesto, hemos visto más de una película que cuente la historia de alguien sobreviviendo fuera del hogar (en el amplio sentido de la palabra). En pocas palabras, no podemos obviar lo que pasa “realmente” más allá de nuestras narices. El detalle, y en éste la particularidad de la mirada de Agua con sal, está en abordar historias particulares y no problemáticas sociales. En esta película, no se trata de enunciar un juicio sino de enfocarse en aquello que se ha vuelto mínimo para el “fenómeno” (más preocupado por solucionar los problemas de las economías): el ser humano.

Historia ante todo de mujeres, Agua con sal no busca hacerles ni un tributo ni un homenaje. La película no le debe nada a Olga, su personaje central: la manera en la que se acerca a su historia evita el juicio y crea cierta complicidad entre el espectador y el personaje desde la simplicidad de una fotografía humana desenfocada a la que nos enfrentamos para conocer a alguien. Tanto Olga como el resto de los personajes femeninos de la película se configuran como subjetividades fuera de los márgenes, desencajadas o desenfocadas, fuera de lo permitido, con un pie más allá del límite. En este aspecto, el tratamiento recuerda a Flores de otro mundo de Iciar Bollain, donde tres mujeres llegan a un pequeño pueblo en España huyendo de grandes ciudades o buscando una oportunidad fuera de las fronteras de su país.

La soledad, que es abordada en el film de Bollaín incluso desde una perspectiva más irónica, se mueve en Agua con sal sólo como un aspecto más de la tragicidad de las historias de los personajes. La construcción de un entorno frío y el minimalismo de los planos y los espacios crean una atmósfera sofocante, profunda y lacerantemente silenciosa: un lugar donde sólo la soledad transita, donde el profundo desapego y desconexión con el medio no hacen más que configurar la centralidad de cierto vacío (no existencial sino profundamente carnal y físico) en todos los personajes. Y este tal vez sea uno de los aspectos menos arriesgados de la propuesta de Perez-Rosado: uno corre el riesgo de olvidar qué es triste y qué no cuando todo parece ser demasiado trágico, cuando todas y cada una de las historias abundan en penas donde no asoman pizcas de otros tonos.

Tristísima a momentos, pero sobretodo profundamente humana, Agua con sal es una película que apuesta por las pequeñas grandes historias y que olvida deliberadamente cualquier deber de denuncia social. Ahí donde solamente están ellas, todas las mujeres de la película protagonistas de sus propias vidas, queda no una reflexión sino una canción, no la solidaridad sino una profunda amistad, no una dosis de realidad sino una conmovedora afirmación de la esperanza.
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