(El cementerio de los elefantes. T. Antezana, Bolivia, 2008)
Dicen por ahí que pobre del pueblo que olvida y tan bien dicen por aquí, que pobre del hombre con memoria. Extraña sentencia, mas aun cuando en la “suite presidencial de un cementerio de elefantes” lo único que se desea, y lo único que se puede hacer es recordar, para bien o para mal
Juver, entre esta incomoda situación de la memoria y su materia, entre el entuerto que supone el bien y el mal opta por la interrogante, por la exclamación al vacío “¿Quién hace el destino?”.
La respuesta viene del lugar más pertinente y audaz para esta cinematografía, de una voz que narra la vida y milagros de Juver, una voz que sin temor explica hasta el cansancio lo que vemos en la pantalla, es la voz de un hombresillo de 33 pero que parece de 50, y que ha vivido mucho, que tuvo un corazón, tuvo un amigo, tuvo sueños y le gusta chupar.
Es juver quien encarna de forma grosera, aquella mitificada y mistificada marginalidad paceña, cuyas retratos y voces los encontramos en la literatura, que no culpan al destino sino a la vida.
La reconstrucción del destino, a partir de paralelismos refuerza más la fatalidad de Juver, entre “las oportunidades de tomar otro camino” y “la sociedad que paga los vicios” Antezana se encuentra con lo inevitable, lo único que puede sostener un monologo lineal y gris: la muerte, a quien esquiva con balazos y ritos, con cogoteros y enfermedades; el amor, que huye con el mejor amigo; la soledad, que sólo es parte de la fatalidad de la voz tenue y marchita que nos guía; la amistad, que vale 100 dólares, la felicidad; un cumpleaños y una sociedad que es ciega.
Es un destino mutante y estático, no persigue ni siente como la mirada de Antezana, ambos sólo se detienen a contemplar la ciudad en silencio, como si no supieran a donde ir porque no saben donde están, el destino y la mirada quizás intuyen la muerte que vendrá, la muerte de una forma de mirar (televisiva) y un destino que se abraza a su materia fatal, se resigna a la persecución y sólo muta y muta.
Juver, entre esta incomoda situación de la memoria y su materia, entre el entuerto que supone el bien y el mal opta por la interrogante, por la exclamación al vacío “¿Quién hace el destino?”.
La respuesta viene del lugar más pertinente y audaz para esta cinematografía, de una voz que narra la vida y milagros de Juver, una voz que sin temor explica hasta el cansancio lo que vemos en la pantalla, es la voz de un hombresillo de 33 pero que parece de 50, y que ha vivido mucho, que tuvo un corazón, tuvo un amigo, tuvo sueños y le gusta chupar.
Es juver quien encarna de forma grosera, aquella mitificada y mistificada marginalidad paceña, cuyas retratos y voces los encontramos en la literatura, que no culpan al destino sino a la vida.
La reconstrucción del destino, a partir de paralelismos refuerza más la fatalidad de Juver, entre “las oportunidades de tomar otro camino” y “la sociedad que paga los vicios” Antezana se encuentra con lo inevitable, lo único que puede sostener un monologo lineal y gris: la muerte, a quien esquiva con balazos y ritos, con cogoteros y enfermedades; el amor, que huye con el mejor amigo; la soledad, que sólo es parte de la fatalidad de la voz tenue y marchita que nos guía; la amistad, que vale 100 dólares, la felicidad; un cumpleaños y una sociedad que es ciega.
Es un destino mutante y estático, no persigue ni siente como la mirada de Antezana, ambos sólo se detienen a contemplar la ciudad en silencio, como si no supieran a donde ir porque no saben donde están, el destino y la mirada quizás intuyen la muerte que vendrá, la muerte de una forma de mirar (televisiva) y un destino que se abraza a su materia fatal, se resigna a la persecución y sólo muta y muta.
Juver, su mirada y su voz, intentaran redimir su condición en el ultimo aliento pero la fatalidad le robo la voz y el destino se adueño de la mirada, la muerte ya no sorprende.
La idealización del hampa y cierto reconocimiento (pulcro reconocimiento) de los marginados se diluye entre los difuminados cansinos, el lenguaje televisivo y la narración (off) sobre una mirada insensible que no quiere entender a sus personajes, sólo mostrarnos unas imágenes parlantes.
La idealización del hampa y cierto reconocimiento (pulcro reconocimiento) de los marginados se diluye entre los difuminados cansinos, el lenguaje televisivo y la narración (off) sobre una mirada insensible que no quiere entender a sus personajes, sólo mostrarnos unas imágenes parlantes.
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