Mary Carmen Molina Ergueta
Cómo contar las historias de varios migrantes de una sola vez? ¿Cómo –y aquí está el problema- humanizar esta historia –encarnarla, reivindicar las subjetividades que la sostienen- y distanciarla tanto como se pueda de otras? ¿Cómo, en fin, no hacer la misma película siempre que se habla de migración? Éstas podrían ser algunas de las preguntas que aparecen cuando tenemos en frente a una película que aborda el fenómeno global de la migración. Sin embargo, ahí donde existe el migrante, el ser humano concreto, el viaje único y la particularidad, ¿la globalidad apunta sólo desde la identificación?
Cómo contar las historias de varios migrantes de una sola vez? ¿Cómo –y aquí está el problema- humanizar esta historia –encarnarla, reivindicar las subjetividades que la sostienen- y distanciarla tanto como se pueda de otras? ¿Cómo, en fin, no hacer la misma película siempre que se habla de migración? Éstas podrían ser algunas de las preguntas que aparecen cuando tenemos en frente a una película que aborda el fenómeno global de la migración. Sin embargo, ahí donde existe el migrante, el ser humano concreto, el viaje único y la particularidad, ¿la globalidad apunta sólo desde la identificación?
Para Pedro Perez-Rosado, en su película del 2005 Agua con sal, se trata de hablar de ciertas mujeres, migrantes, terribles, parricidas, marginales e invisibles. Olga (Yoima Valdés), una joven cubana que llega a España con una beca de estudios en artes y que después de algunos meses se convierte en una inmigrante ilegal, es la protagonista de una historia que apuesta por algo más sencillo (y verosímil) que el balance y la denuncia del fenómeno migratorio en España. La apuesta es modesta pero fundamentalmente sincera y cabal: Olga, como muchas de las mujeres que la rodean, está sola. Sola como Mari Jo (Leyre Berrocal), una mujer que hace lo que puede (y trabaja donde y como puede) para mantenerse y mantener a su hermana en prisión, la mujer que se convirtió en la noticia del pueblo al matar a su propio padre; sola como la mujer enferma que cuida varias veces a la semana, sola como las mujeres rusas que trabajan con ella en una fábrica de muebles por menos de 2 euros al día.
Frecuentemente, las valoraciones sobre películas que abordan con mayor o menor intensidad la problemática de la migración, en el mundo en general y en España en particular, tienden a prestarle mucha atención (a veces más de la necesaria) a la fidelidad que la ficción debe guardar con la realidad, vale decir, con aquello que pasa “realmente”. Si no vivimos en carne propia cualquiera de las situaciones que un migrante o su familia experimentan, sí hemos escuchado sin fin de historias, nos hemos quedado perplejos frente a algunas noticias en la televisión y, por supuesto, hemos visto más de una película que cuente la historia de alguien sobreviviendo fuera del hogar (en el amplio sentido de la palabra). En pocas palabras, no podemos obviar lo que pasa “realmente” más allá de nuestras narices. El detalle, y en éste la particularidad de la mirada de Agua con sal, está en abordar historias particulares y no problemáticas sociales. En esta película, no se trata de enunciar un juicio sino de enfocarse en aquello que se ha vuelto mínimo para el “fenómeno” (más preocupado por solucionar los problemas de las economías): el ser humano.
Historia ante todo de mujeres, Agua con sal no busca hacerles ni un tributo ni un homenaje. La película no le debe nada a Olga, su personaje central: la manera en la que se acerca a su historia evita el juicio y crea cierta complicidad entre el espectador y el personaje desde la simplicidad de una fotografía humana desenfocada a la que nos enfrentamos para conocer a alguien. Tanto Olga como el resto de los personajes femeninos de la película se configuran como subjetividades fuera de los márgenes, desencajadas o desenfocadas, fuera de lo permitido, con un pie más allá del límite. En este aspecto, el tratamiento recuerda a Flores de otro mundo de Iciar Bollain, donde tres mujeres llegan a un pequeño pueblo en España huyendo de grandes ciudades o buscando una oportunidad fuera de las fronteras de su país.
La soledad, que es abordada en el film de Bollaín incluso desde una perspectiva más irónica, se mueve en Agua con sal sólo como un aspecto más de la tragicidad de las historias de los personajes. La construcción de un entorno frío y el minimalismo de los planos y los espacios crean una atmósfera sofocante, profunda y lacerantemente silenciosa: un lugar donde sólo la soledad transita, donde el profundo desapego y desconexión con el medio no hacen más que configurar la centralidad de cierto vacío (no existencial sino profundamente carnal y físico) en todos los personajes. Y este tal vez sea uno de los aspectos menos arriesgados de la propuesta de Perez-Rosado: uno corre el riesgo de olvidar qué es triste y qué no cuando todo parece ser demasiado trágico, cuando todas y cada una de las historias abundan en penas donde no asoman pizcas de otros tonos.
Tristísima a momentos, pero sobretodo profundamente humana, Agua con sal es una película que apuesta por las pequeñas grandes historias y que olvida deliberadamente cualquier deber de denuncia social. Ahí donde solamente están ellas, todas las mujeres de la película protagonistas de sus propias vidas, queda no una reflexión sino una canción, no la solidaridad sino una profunda amistad, no una dosis de realidad sino una conmovedora afirmación de la esperanza.
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