miércoles, 27 de octubre de 2010

Tiro en la cabeza: un hecho cinematográfico

Sebastian Morales Escoffier

Hay filmes que se deberían ver en una sala de cine y no simplemente frente a un televisor, en un DVD. Son películas que, por la utilización de los silencios, las esperas y un particular uso de las imágenes, consolidan un lenguaje cinematográfico único, y por tanto deben ser vistas en las condiciones en las que estas películas han sido pensadas. Este hecho va más allá de la poco fructífera discusión entre las ventajas y desventajas que podría traer filmar en el celuloide o en digital, se trata de un lenguaje más que un formato, se trata de encontrar un placer especial en el film que tiene mucho que ver con el bello ritual que es entrar en una sala oscura a satisfacer el placer escopico. Este es el caso de la tercera (y en general de todas) la película de Jaime Rosales: Tiro en la cabeza.

Es fácil encontrar los elementos que hacen de la película de Rosales un hecho cinematográfico en sí y por tanto la justificación para verla en una sala de cine. La película es filmada con enormes teleobjetivos, que según el propio Rosales, son utilizados normalmente para capturar las imágenes de animales a larga distancia. Esta distancia no sólo está en el uso de la cámara, sino que también hay un alejamiento físico, que se nota en el hecho de que no podemos escuchar a los personajes, vemos labios moverse, pero no escuchamos, somos espías, entrometidos en la vida de un sujeto, que parece común y corriente. Nosotros estamos en el cine y solos ahí, y solos con este film, como ese personaje de Hitchcock en La ventana indiscreta, observamos, tramamos una historia que se nos presenta como muy ambigua, elucubramos sin realmente poder participar en el film, inmóviles, rodeados de oscuridad.

El hecho cinematográfico está tan presente en la película de Rosales, que se hace muy complicado hacer una sinopsis o una descripción que haga suficientemente justicia al film, porque se trata de traducir (lo cual siempre implica una traición) de un lenguaje a otro. Podría decir lo que ya se supone por el título, se trata de un acto de violencia, o más bien, como lo específica el propio director, de un atentado terrorista del grupo ETA en España. Pero el film, por su poder cinematográfico, logra que esa cosa que da la estructura a la película, su unidad, deje de ser lo más importante, dando paso a que el espectador se deleite con pequeños detalles que aparecen, alguna mirada cómplice ente los personajes o la particular forma de trabajar el sonido. Son justamente en estos detalles donde aparece la magia del cine.

martes, 19 de octubre de 2010

La zona donde todo se mira

Mary Carmen Molina

"¿Qué hacer en un mundo donde algunos hombres, pocos, son impúdicamente ricos y la gran mayoría desesperadamente pobres? ¿Qué hacer con el terror del que se aísla detrás de un muro y con la frustración del que vive del otro lado?" Según Rodrigo Plá, estas y otras preguntas son el punto de partida para la comprensión de la advertencia que nos haría La Zona, su primer largometraje, en el que los vecinos de un neoghetto mexicano cercado por muros y cámaras de vigilancia emprenden la cacería de un ladrón de 16 años, encerrado en la Zona desde la noche en que asalta, junto a dos jóvenes más, una casa de este barrio residencial.

Las cosas, dicen algunos, hay que verlas. Los de la Zona saben esto mejor que nosotros y, dirían ellos, con más suspicacia que los que están allá afuera. Afuera de la seguridad sistematizada de una paranoia colectiva que justifica la vigilancia como el único método para una vida, digamos, feliz. Afuera del ámbito donde lo público no es (también) lo privado y donde ser pobre significa, necesariamente, ser invisible. Al interior del guetto, donde todo se ve porque todo se filma, los de la Zona han matado a dos asaltantes que atravesaron el muro durante una noche de tormenta, han ocultado sus cuerpos, impiden la intervención de la policía y patrullan sus propias calles en busca de un ladrón que no puede volver a cruzar la frontera. "No es nada personal", dicen los vecinos armados.

La película de Plá toma el espacio donde se ensaya la rigurosa pérdida de lo privado y repliega en él una discusión sobre las fronteras. La primera: aquella entre ricos y pobres separados por un muro y unidos por esta misma frontera y la violencia en la mirada de quienes vigilan. La película se ocupa en dejar por toda la trama los rastros de un gesto de documentación de la vigilancia, a través del que todos son sometidos al inquisidor movimiento de una cámara que reproduce la certeza de que es posible verlo todo: no hay, idealmente, puntos ciegos que no puedan grabarse. Este afán por ver, cuidar y limitar la libertad de quienes se mueven por las calles del guetto, se extiende incluso hasta el sótano de la casa de Alejandro (Daniel Tovar), el adolescente de 15 años a quienes sus padres le han regalado una cámara digital en su cumpleaños. La imagen, en este espacio, deviene prueba del cruce de la frontera y único documento de una desaparición.

La otra frontera en la que La Zona se mueve es aquella del bien y del mal. Aunque Plá cuida que los personajes no terminen haciendo de rostros de bandos en disputa, la película juega con los dos únicos extremos posibles que encuentra: que el buen policia quiera descubrir lo que en verdad sucedió en la Zona no significa que el mal policia (que es el mismo) descargue su frustración a patatas sobre la madre del ladrón desaparecido. La película pierde aun más sutileza ahí donde todo parece determinarse por la venganza de Daniel (Daniel Giménez Cacho), uno de los representantes vecinales de la Zona, quien prefiere hacer justicia con sus propias manos (y vivir en la milicia autónoma de un ghetto) desde que la policía fuera una de las culpables de la muerte de su hermano, años atrás.

El film, a pesar de ciertas concesiones en la caricaturización de los personajes, hace gala de una cinematografía impecable, donde la fotografía descubre lo siniestro de un espacio blanco e impecable y la música y el sonido construyen la atmósfera de paranoia en la que los personajes se mueven. Y aunque ambicione descubrir la certeza de un futuro cercano en las sociedades urbanas, la película nos deja tan sólo una pregunta: ¿es posible verlo todo en la imagen?
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martes, 5 de octubre de 2010

Días contados: La promesa y la catástrofe

Pedro Brusiloff

Días contados, del director español Imanol Uribe narra el romance de un miembro del grupo ETA y una prostituta drogadicta en la atmósfera marginal que habitan policías corruptos, traficantes de drogas y chulos. La atmósfera del film ya nos habla de cierta apertura, de la aparición cínica de lugares y personajes propios de una democracia naciente. Asimismo, es notoria la presencia de los medios de comunicación, de la fotografía y de algún uso sutil de los espejos, que enfatizan el surgimiento de un mundo donde cada vez es más difícil conocer a los otros más allá de su imagen convencional. De ahí que la película pueda ser un intento por ver de cerca algo que sólo se conoce mediatizadamente y a través del miedo, del horror o la violencia del deseo que termina despojando a los otros de su esencia íntima.

Sin embargo, la presencia de compromisos previos, la imposibilidad de relacionarse más allá de estos, que pesan sobre los personajes de una manera brutal, determinan el film. Todos viven amenazados por el rol que han decidido o debido asumir. Así, no creo que la intención del director haya sido recuperar una personalidad propia e íntima en sus personajes. Una de los aspectos más interesantes de la película es lo desolador de un momento donde la posibilidad de redención: el amor entre Charo y Antonio, es negada por un pasado violento que no se ha superado. Como se dijo antes, la atmósfera de la película es inseparable del momento histórico que evoca, también lo es de las probabilidades que ese momento proyectaba. La película puede ser vista como la probabilidad de catástrofe de una democracia que, con la apertura de los medios de comunicación, la aparición de nuevas actitudes y conductas, coincide con un pasado cuyas ruinas no se han superado y con la imposibilidad de la intimidad, de voces soberanas e individuales que, más allá de la violencia de programas ideológicos radicales o del deseo que configura violentamente sus identidades, puedan relacionarse en un ámbito de sinceridad.

De cierta manera, la realización me recuerda a la película Kairo de Kiyoshi Kurosawa, aunque aparentemente ambas obras se encuentran en las antípodas, pueden tener en común un importante aspecto. La película terrorífica de Kurosawa, se desarrolla en los inicios del auge del Internet y comienza con el suicidio de un programador que habría descubierto que, a través de ciertos puertos de conexión, los seres del más allá podían ingresar a nuestro mundo. La intención de estos seres era la aniquilación total de los humanos, lo cual sólo podía lograrse mientras los atrapasen en su soledad. La película del japonés es profundamente terrorífica, porque envuelve con su desolador presagio la imagen de un presente donde la comunicación entre las personas parece devenir mera fantasmagoría. En este sentido, pienso que tanto la película de Kurosawa como la de Uribe, pueden leerse como la catástrofe latente de toda promesa deslumbrante.

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